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Protesta Social. Acto de Delincuencia o Síntoma de la Imposibilidad de la Paz en Colombia

Social protest. Act of delinquency or symptom of the impossibility of peace in Colombia

DOI: https://doi.org/10.17981/juridcuc.19.1.2023.06

Fecha de Recepción: 2022/08/04. Fecha de Aceptación: 2022/12/13.

Armando Aguilera Torrado

Escuela Superior de Administración Pública -ESAP (Colombia)

armando.aguilerat@esap.edu.co

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Para citar este artículo:

Aguilera, A. (2023). Protesta Social. Acto de Delincuencia o Síntoma de la Imposibilidad de la Paz en Colombia. Jurídicas CUC, 19(1), 163–196. DOI: http://dx.doi.org/10.17981/juridcuc.19.1.2023.06

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Resumen

El presente artículo es un trabajo de reflexión cuyo objetivo central es hacer una lectura crítica a los abordajes que desde las ciencias sociales se han hecho al fenómeno de la violencia sociocultural en Colombia, de manera particular a la violencia asociada a la protesta social. El mismo se desarrolló desde las teorías que han aportado a la consolidación de la filosofía social y la psicología social, tales como: el psicoanálisis aplicado a fenómenos sociales, la fenomenológica de la percepción, la memoria colectiva, y la epistemología de la complejidad. En ese sentido el trabajo se nutre de las apuestas que explican lo social desde su doble vertiente: Desde lo específico, del caso por caso, donde lo subjetivo prima sobre lo objetivo. Lo estructural, lo sistémico y complejo del fenómeno. A partir de estas fuentes teóricas, el artículo reflexiona en torno a la pregunta por la génesis y naturaleza de las marchas y la violencia en las calles. Se interrogó entorno a si el vandalismo asociado a marchas, es un problema de delincuencia o por el contrario es un problema estructural de mala convivencia e imposibilidad de reconciliación nacional. Igualmente, el trabajo discutió sobre los efectos que ha traído para la consolidación de una paz estable y duradera, pensar la problemática de la violencia de una u otra forma. Entre los principales hallazgos del trabajo se ubicó el hecho de que la vivencia ininterrumpida de la violencia en la historia del país, recuerda que el capítulo del conflicto armado interno no se acerrado para los colombianos, que no se han sanado las heridas de la guerra y confrontación de tantos años. Que la violencia en el país no ha desaparecido, no ha cicatrizado; por el contrario, permanece perenne y mutante.

Palabras clave: Conflicto social; Derechos humanos; problemas sociales; psicología social; vandalismo; violencia

Abstract

This article is a reflective work whose central objective is to make a critical reading of the approaches that the social sciences have made to the phenomenon of sociocultural violence in Colombia, particularly to violence associated with social protest. It was developed from the contributions made by social theories such as: psychoanalysis applied to social phenomena, the phenomenology of perception, collective memory, the psychology of liberation, human development and the epistemology of complexity. In this sense, the work is nourished by the stakes that explain the social from its two aspects: From the specific, case by case, where the subjective prevails over the objective. From the structural, systemic and complete aspects of the phenomenon. Based on these sources, the article reflects on the question of the genesis and nature of the protest and violence in the streets. The question is whether vandalism associated with protest is a crime problem or, on the contrary, is a structural problem of bad coexistence and the impossibility of national reconciliation. It also reflects on the effects that it has brought to the consolidation of a stable and lasting peace in the country, thinking about the problem of violence in one way or another. Among the main findings of the work was the fact that the uninterrupted experience of violence in the history of the country reminds us that the chapter of the internal armed conflict has not been closed, that the wounds of the war has not been healed. That the violence in the country has not disappeared, it has not healed; on the contrary, it remains perennial and mutant.

Keywords: Human rights; social conflict; social problems; social psychology; vandalism; violence

Introducción

En Colombia durante el mes de noviembre de 2019 y el mes de abril de 2021 se presentaron dos paros nacionales con una participación multitudinaria por parte de la sociedad civil, particularmente de los jóvenes. Asociado a estas movilizaciones se evidenció un fenómeno de violencia generalizada contra la infraestructura del país, el transporte masivo, la población civil y la fuerza pública. Violencia atribuida a g­rupos de vándalos infiltrados en las manifestaciones, quienes ocasio­naron todo tipo de desmanes, daños y desolación. Siendo, el asesinato de personas, uno de los efectos más letales o negativos de dicha violencia. Así quedo registrado en las estadísticas de ambos paros: 1) El de 2019 contabilizó tres muertos, 120 lesionados y 200 arrestos. 2) El de 2021 (hasta el once de mayo), llegó a un total de 42 muertos a nivel nacional, 41 civiles y un policía y 168 personas reportadas como desaparecidos desde el inicio de las marchas en todo el territorio nacional (Defensoría del Pueblo, citado por Infobae, 2021).

A la luz de las cifras de muertos, heridos y desaparecidos, durante el desarrollo de las protestas sociales, se observa el surgimiento de un nuevo fenómeno de violencia en el país. Una violencia desmedida que en ciertos momentos ha puesto entre dicho la legitimidad del derecho de los ciudadanos a la protesta social pacífica. Un derecho consagrado en la Constitución Política de Colombia (1991): “Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente. Solo la ley podrá establecer de manera expresa los casos en los cuales se podrá limitar el ejercicio de este derecho” (Art. 37).

Ante la problemática de violencia que ha penetrado las marchas y/o protestas sociales, han surgido voces que rechazan de manera tajante las expresiones y/o comportamientos violentos, vengan de donde vengan. En diferentes momentos y desde distintos escenarios la opinión pública ha desaprobado los actos violentos que generan muertes y destrucción de bienes privados y públicos. Pero a pesar de dicho repudio, las marchas en Colombia tienden a convertirse en caldo de cultivo para que cientos de personas actúen como hordas primitivas que arremeten de manera enardecida contra todo aquello que i­dentifican o relacionan como responsable de sus problemas, frustraciones, dolores y desgracias.

Desde la postura académica y la visión del investigador social, no es suficiente con pedir calma a los violentos, ni con rechazar abiertamente los hechos de barbarie y violencia que cobran vidas, para que dicha violencia se desvanezca. Pedir a viva voz que cese toda expresión de agresión y comportamiento violento, no es más que una actitud efímera. En tanto que dicha solicitud no posibilita explorar y/o ahondar en una verdadera comprensión y explicación de las causas que originan el fenómeno sociocultural de inconformismo, malestar y violencia sin ningún tipo de control. Prueba de ello son los numerosos trabajos y/o estudios que desde las ciencias sociales se han hecho para dar cuenta del fenómeno de la violencia socio/cultural y política (Martin-Baró, 1987; 1990; Freud, 1932; Galtung, 2003; Molano, 2015; Zuleta, 1989; 2015).

A partir de la mirada de las ciencias sociales, no resulta procedente aspirar a que no surjan expresiones de violencia dentro de un contexto social el cual se siente excluido y no es escuchado por sus autoridades. El cual considera que existen numerosas deudas históricas que no se han resuelto a nivel nacional: deudas sociales, culturales, económicas, ambientales y políticas, etc. Las cuales en diferentes momentos de la historia han sido puestas entre parén­tesis, en el congelador de quienes toman decisiones. Sin que realmente se hayan dado soluciones de fondo a las mismas.

La violencia socio/cultural que vive actualmente Colombia, debe interpelar a toda la sociedad, llevarla a formularse preguntas sobre las características y génesis de esta nueva manifestación de violencia que se ha tomado las calles del país. En tanto que, las expresiones violentas son una realidad a puño que no puede ser invisibilizada, y las mismas exigen un examen juicioso que permita su comprensión. Desde la perspectiva del estudio científico de las sociedades (es decir estudios basados en evidencia científica), es importante plantear interrogantes en torno al hecho de por qué a pesar de tantas voces a favor de la paz en Colombia, la violencia no cesa al interior de los escenarios privados y públicos de esta nación.

Ahí, en esa imposibilidad para terminar de una y para siempre con el pasado de violencia en Colombia, es que cobra fuerza y/o importancia plantearse preguntas que busquen develar el sí mismo del conflicto, la historia e identidad de los colombianos imbuidos en actos de violencia interminable. En ese sentido, sería necesario preguntar en torno a la ética y responsabilidad frente a dicha violencia. Preguntas relacionadas con los siguientes hechos: 1) Las marchas y la violencia que hoy se presentan en las calles del país son el verdadero problema de Colombia, o por el contrario, son más bien las consecuencias de otros problemas que no han podido ser resueltos en el país. 2) Las marchas y los brotes de violencia que surgen asociados a estas manifestaciones pacíficas de protesta, son un asunto de delincuencia o de criminalidad, cuya competencia y solución es del resorte del Ministerio de Defensa y la Fiscalía, o por el contrario, son la expresión o la voz de un problema estructural que atraviesa la identidad y las formas tradicionales de vivir de los colombianos.

Son interrogantes que se preguntan por la ubicación del eje de las reflexiones en torno al tema de la violencia, que circulan tanto en la opinión pública de los colombianos como en los trabajos académicos sobre la violencia en el país. Incógnitas que se interpelan por el foco de los análisis de los hechos de violencia en Colombia. Informes y/o documentos que tradicionalmente han centrado las explicaciones del fenómeno de la violencia en Colombia en dos maneras de entender dicha realidad. Una de corte político, que ha colocado el énfasis del origen de la violencia colombiana en la lucha de ideologías. Y la otra, de corte social, la cual asume la violencia como un problema que se manifiesta en las relaciones cotidianas, basada en la insatisfacción de necesidades culturales, sociales, económicas, entre otras (Zapata, 2012).

La necesidad de reflexionar en torno a este tipo de explicaciones surgen ante la urgencia que tiene el contexto nacional de avanzar hacia la gestión de la paz y la transición hacia un periodo de posconflicto, para lo cual es básico saber dónde está ubicada la reflexión sobre los conflictos cotidianos o mal vivir de los colombiano­s. Sí está situado en el árbol (la violencia/el vandalismo como problema central), o en el bosque (las múltiples violencias que dan cuenta de una imposibilidad estructural de convivir y resolver problemas de manera pacífica).

Discusión

Estas y otras preguntas relacionadas con la comprensión de la dinámica y el origen del fenómeno de la violencia colectiva en el país, son los interrogantes que la sociedad colombiana debería estarse formulando hoy; cuestionándose por la realidad de violencia la cual por décadas ha marcado las formas de relacionarse del alma colectiva nacional, con una violencia como un fenómeno estructural, el cual ha permeado las diferentes relaciones interpersonales y sociales del país.

Desafortunadamente, eso no es lo que se observa en el escenario social ni político del país, se percibe una despreocupación por la propia identidad, por comprender las dinámicas violentas bajo las cuales se han dado los encuentros y desencuentros de los colombianos en los distintos espacios públicos, apreciando una ausencia de conciencia frente al propio padecimiento; una falta de memoria frente a la larga línea de tiempo que representa la historia de conflictos en este país, en la que es posible ubicar miles de muertos y diversos problemas irresueltos.

Esta imposibilidad de metacognición social, básicamente se ha debido a tres factores que han impedido ver el bosque, además de limitar la percepción social a percibir solo al árbol, y lo que es peor, ha cercenado y/o mutilado la conciencia y la memoria social. Estos factores se pueden identificar como: 1) Negación sistemática de la violencia como parte estructural de la historia de los colombianos. 2) Explicaciones compulsivas de las causas de la violencia, como especie de conjuro contra un mal. 3) Pretender superar la violencia y reconciliarse sin memoria. Tres categorías de análisis, con las que se puede dar cuenta de los síntomas o anomalías que afectan la convivencia social en Colombia.

Síndromes que han imposibilitado que el país pueda acceder a la convivencia y la paz estable y duradera. En tanto, llevan a que el alma colectiva de los colombianos se mantenga en una actitud de alienación, de bloqueo, la cual le imposibilita reconocer en cada episodio nuevo de violencia un patrón o una manera común de relacionarse, de hacer lazo social; relacionada con una forma mortífera, con una intención de hacer daño al otro, de ejercer violencia.

Anomalías que generan sesgo ante los hechos de violencia en el país, llevando a que los episodios de violencia sean juzgados por la opinión pública como una estrategia de guerra usada por un enemigo de la patria, y a que la violencia sea identificada como la causa en si misma de todos los males de este país. Pensamientos los cuales imposibilitan identificar las distintas violencias como consecuencias de la forma histórica que han tenido los colombianos para resolver sus diferencias.

Anomalías las cuales impiden comprender la profundidad del fenómeno de violencia en el país e imposibilitan consolidar una paz total; anomalías cognitivas, actitudinales y comportamentales con las siguientes características:

Los colombianos han negado sistemáticamente la violencia como parte estructural de su historia

Partiendo de una revisión concienzuda de los últimos diez años de política púbica de Memoria Histórica que ha implementado el Estado. Una política la cual fue inaugurada con la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Congreso de la República de Colombia, Ley 1448, 2011). Es viable afirmar que a las víctimas del conflicto armado interno en el país no se les ha permitido reconstruir y reparar de manera integral la memoria, es decir, incluir una mirada histórica, social/colectiva e individual/fenomenológica de los hechos.

En Colombia la construcción o reelaboración de memoria solo se ha limitado a hacer un trabajo de memoria histórica, en la que se concibe la memoria como una labor informativa de datos verídicos (verdad de lo sucedido en el conflicto armado), por ello en la reconstrucción de memoria el Estado se ha dedicado a:

[…] la recepción, recuperación, conservación, compilación y análisis de todo el material documental, testimonios orales relativo a las violaciones ocurridas con ocasión del conflicto armado interno colombiano […] en tanto lo que buscan es contribuir a establecer las causas de tales fenómenos, conocer la verdad y contribuir a evitar su repetición en el futuro (Centro de Memoria Histórica-CNMH, 2010, pár. 1).

La labor de la memoria histórica ha sido la de establecer una verdad cronológica y objetiva, develando lo que sucedió con la intensión de que no se repitan los hechos de barbarie; casi exclusivamente desde la experticia de la disciplina de la historia, con algunos casos excepcionales hechos desde la antropología/etnografía, la psicología, la sociología, entre otros saberes. Un abordaje que ha dejado por fuera lo subjetivo e intersubjetivo de la memoria en sus dos vertientes: la memoria colectiva y la memoria individual o fenomenológica.

La memoria colectiva

La memoria colectiva es asumida desde los planteamientos del sociólogo Halbwachs (1968), el psicólogo Vázquez (٢٠٠١) y el historiador Betancourt (٢٠٠٤). Según Halbwachs (1968), la memoria colectiva hace referencia a los recuerdos y memorias que atesora y destaca la sociedad en su conjunto; para este autor la memoria colectiva es compartida, transmitida y construida por el grupo o la sociedad. La memoria colectiva está relacionada con fenómenos de opinión pública. Para Halbwachs (2002):

[…] la memoria colectiva es el proceso social de reconstrucción del pasado vivido y experimentado por un determinado grupo, comunidad o sociedad. Este pasado vivido es distinto a la historia, la cual se refiere más bien a la serie de fechas y eventos registrados, como datos y como hechos, independientemente de si éstos han sido sentidos y experimentados por alguien. Mientras que la historia pretende dar cuenta de las transformaciones de la sociedad, la memoria colectiva insiste en asegurar la permanencia del tiempo y la homogeneidad de la vida, como en un intento por mostrar que el pasado permanece, que nada ha cambiado dentro del grupo y, por ende, junto con el pasado, la identidad de ese grupo también permanece, así como sus proyectos (p. 2).

Por su parte, para Vásquez (2001), la memoria colectiva “está relacionada con el hecho de que las personas hacemos memoria, mediante nuestro discurso sostenemos, reproducimos, extendemos, engendramos, alteramos y transformamos nuestras relaciones. Es decir, la memoria de cada persona cambia en la relación y cambia [también] las relaciones” (p. 115).

En esa misma línea, Betancourt (2004) plantea que la memoria colectiva “es la que recompone mágicamente el pasado, y cuyos recuerdos se remiten a la experiencia que una comunidad o un grupo pueden legar a un individuo o grupos de individuos”. (p. 126).

Memoria individual o fenomenológica

Es factible hacer una aproximación a su conceptualización a partir del trabajo de memoria y olvido desarrollados por el psicoanálisis, específicamente por Freud (1914; 1919; 1920), y los postulados de la percepción y el cuerpo planteados por Ponty (1993; 2010). A sí mismo, se le puede seguir la pista a este tipo de memoria a partir de los trabajos de memoria y trauma hechos por Lira (2009; 2010a; 2010b). A partir de estos teóricos, se puede entender a la memoria como una instancia psíquica en la que el sentir de los implicados en la remembranza de los hechos es importante; la memoria exige la reelaboración o recuperación individual de los sucesos que de alguna manera han marcado la existencia o historia de vida; un enfoque de aproximación a la memoria, no desecha por sesgados o no confiables los componentes subjetivos de la memoria (lo que el sujeto cree que ocurrió), sino que, por el contrario, éstos hechos se valoran en la misma proporción que se aprecia lo verídico o lo que realmente o­currió (los hechos facticos). La memoria individual o fenomenológica centra la atención en lo que las personas a nivel individual (subjetividad) y comunitario (intersubjetividad) creen que sucedió.

En últimas, tanto la memoria colectiva como la individual o fenomenológica, rescatan del recuerdo el supuesto saber, la creencia, el imaginario como el núcleo de la reminiscencia, pues están convencidas, que allí se ubica la carga afectiva, la cual condiciona o determina las actitudes y comportamientos de los implicados en un recuerdo, aspectos sobre los que se deben influir en un trabajo de recuperación y/o reelaboración de memoria. Ambos tipos de memoria se apoyan en la experiencia en sus dos vertientes, tal como la explica Thompson (1981). La experiencia vivida y la experiencia percibida. Al respecto Betancourt (2004) afirma:

La memoria colectiva, se apoya la experiencia percibida comprende los elementos históricos, sociales y culturales que los hombres, los grupos, las clases, toman del discurso religioso, político, filosófico de los medios, de los textos, de los distintos mensajes culturales, en una palabra, del conocimiento formalizado e históricamente producido y acumulado. La memoria individual o fenomenológica se apoya en la experiencia vivida, la cual involucra aquellos conocimientos históricos sociales y culturales que los individuos, los grupos sociales o las clases ganan, aprehenden al vivir su vida, elementos que se constituyen en los nutrientes de sus reacciones mentales y emociones frente al acontecimiento (p. 127).

Ante la necesidad de plantar un abordaje de estudio de la memoria desde una perspectiva integral, Villa et al. (2021) afirman que en la revisión de investigaciones nacionales e internacionales es factible identificar que:

[…] los estudios de memoria social son transdisciplinares y, por tanto, una empresa no paradigmática... Ello implica una mirada de diálogo, pasando desde la disciplina al lugar de la interdisciplinariedad; porque, al revisar la producción académica sobre este vasto tema, no hay definiciones, métodos ni formas de estudio que hayan podido encuadrarse en una disciplina; no hay un solo campo de estudio, sino múltiples campos (p. 315).

Frente a lo expuesto es factible evidenciar que el Estado colombiano representado en sus instituciones públicas no ha desarrollado una praxis o técnica efectiva que conlleve a un trabajo trans­diciplinario de abordaje a la memoria. Es decir, un trabajo el cual implique lo comunitario, pedagógico, ético y terapéutico, facilitando la comprensión, intervención y transformación de las dinámicas personales, familiares, grupales, sociales y políticas que generan y retro­alimentan actitudes y/o comportamientos de violencia.

Esta ausencia de praxis transformadora en la reconstrucción y reparación integral de la memoria, más allá de la memoria histórica, se evidencia en la línea jurisprudencial y de política pública desarrollada en Colombia de la siguiente forma: 1) La Ley 1448 de 2011 o Ley de Víctimas, y sus Decretos reglamentarios. 2) El Sistema de Atención y Reparación Integral de Víctimas-SNARIV. 3) La estructura y dinámica de la Unidad Para la Atención y Reparación Integral para las Víctimas 4) Los proyectos, planes, y programas para la atención y reparación integral a población víctima del conflicto armado. 5) La formulación e implementación del Programa de Atención Psicosocial y Salud integral a Víctimas-PAPSIVI, el cual es la propuesta de atención y/o reparación subjetiva (psíquica) que ha establecido el Estado Colombiano para recomponer los hilos individuales, familiares y grupales de la existencia o historia de vida de las víctimas.

Un análisis a estas iniciativas, desde un enfoque crítico y trasformador, lleva a concluir que en Colombia el Estado no ha hecho un trabajo de reparación integral de memoria (de resiliencia), el cual frene la reproducción de guerreros ciegos, término planteado por Ardila (1988), quien asumió el concepto para dar cuenta de la forma inconsciente en que las personas en situación de vulnerabilidad se vuelven instrumentos y reproductores de violencia, a partir de procesos de socialización y culturización.

Los esfuerzos gubernamentales y sociales en Colombia se han enfocado en negar los elementos subjetivos e intersubjetivos de la violencia. Es decir, no han querido ver la violencia como parte fundamental de la historia del país, al falsamente creer que, para olvidar, es necesario callar, no hablar de lo sucedido. Una interpretación que se aleja de la evidencia científica sobre cómo opera y como se debe abordar el olvido, el recuerdo y la memoria de lo traumático (Freud, 1920; 1914; 1919; Lira, 2009; 2010a; 2010b).

Prueba de la forma errada de intervenir la memoria individual y colectiva se evidencia en la lógica bajo la cual se ha implementado la Ley de Víctimas y el Acuerdo de Paz en el país. Una ejecución en la que es posible observar que las medidas de rehabilitación física psicológica y social, las de satisfacción y las garantías de no repetición, no han sido valoradas tanto por parte del Estado como las mismas víctimas con la misma preponderancia que las medidas de restitución de tierras, indemnización económica y rehabilitación jurídica o sanción punitiva a posibles victimarios. Una forma de proceder anclada en un imaginario colectivo, en donde la cultura de la paz es representada como un asunto que no demanda un proceso de cambio de mentalidad individual y colectiva, el cual no tiene que ver con el autorreconocimiento, la auto-implicación y transformación del ser, es decir, con lo psicológico.

El proceder del alma colectiva de los colombianos, ha sido el de pretender reprimir la violencia, borrar de un tajo todo vestigio que dé cuenta del terror y horror vivido a causa del conflicto armado interno. En ese sentido, lo más terrible para las víctimas en Colombia no ha sido el padecimiento físico, psicológico y moral que han vivido de manera individual por cuenta del conflicto armado interno. Lo más victimizante, ha sido la imposibilidad colectiva y pública de hablar, de recordar, de reelaborar lo traumático de la violencia. La privatización del daño ocasionado por el sometimiento a hechos violentos.

La sociedad civil en Colombia no ha dedicado el tiempo suficiente para sanar las heridas de la violencia del conflicto armado interno. Por el contrario, cada uno ha querido pasar la página de lo ocurrido, sin trabajar o sin esforzarse en entender que fue lo que sucedió. Le han apostado a ocupar los cuerpos y las mentes, en recuperar el progreso y la productividad en el país. Han dado mayor valor a lo material y lo económico como garantes del desarrollo humano y social (resaltando lo material como algo irremplazable en el camino hacia el bienestar y la calidad de vida), dejando a un lado el componente motivacional, emocional, de capacidades humanas, de poder hacer, de proyecto de vida.

Un razonamiento, en el que es posible identificar una inversión en la escala de valores. Equivocación que han cometido muchos países y/o sociedades a lo largo de la historia de la humanidad. Lo cual los ha llevado por la senda del conflicto y las guerras interminables. En tanto se han enfrascado en concebir el desarrollo y el bienestar humano única y exclusivamente desde variables económicas. Sin contemplar la posibilidad de que el bienestar humano también tenga un componente subjetivo, axiológico, de necesidades trascendentales o de desarrollo, como en su momento lo planteó Maslow (1991); lo cual termina siendo un exabrupto en el que se confunde el tener con el ser; una materialización y banalización de la vida humana, en donde se empieza a instrumentalizar y desechar la vida misma. Un tema del que han hablado bellamente filósofos y economistas de la talla de Fromm (1941, 1955), Arendt (1958), Max-Neef et al. (1993), Nussbaum y Sen (1996), Sen (1999) y Felber (2012).

Frente al hecho de que en Colombia no se haya diseñado e implementado de manera oficial una praxis transformadora de la reconstrucción de memoria integral, en la que se hubiese incluido no solo un enfoque histórico de la memoria; sino que además se articulará una mirada colectiva e individual o fenomenológica de la memoria. Sorprende la falta de voluntad política y social que ha existido en el país para hacer un verdadero trabajo de recuperación de memoria, llevando a la reparación y transformación del tejido social, labor donde necesariamente se debió sumir una lectura holística, integral, interdisciplinaria y compleja del fenómeno de la memoria.

Tal como lo propone el Acuerdo de Paz firmado entre el Estado colombiano y las extintas guerrillas de las FARC, en su capítulo cinco, denominado ‘Acuerdo sobre las Víctimas del Conflicto: «Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición» incluyendo la Jurisdicción Especial para la Paz; y Compromiso sobre Derechos, específicamente en el punto 5.1.3, ‘Reparación: Medidas de reparación integral para la construcción de paz (Gobierno de Colombia y FARC-EP, 2016): En Colombia no ha habido voluntad política para implementar como un asunto trasversal en la reparación integral a víctimas, todas las medidas relacionadas con la reconciliación y la construcción de paz establecidas en el Acuerdo. De manera particular, no se ha asumido la Reparación colectiva en el fin del conflicto ni la “Rehabilitación psicosocial tal como fue concebida en dicho documento.

En el panorama nacional es posible encontrar crónicas y/o narrativas, perfiles biográficos, historias de vida de hechos de violaciones de derechos humanos (memoria histórica); documentos que para efectos de establecer la verdad y responsabilidad objetiva de los hechos violentos son suficientes, pero para la reconstrucción de la verdad y responsabilidad subjetiva y colectiva de los hechos se quedan cortos, en tanto que no son más que datos verídicos.

Al contrario de la memoria histórica, a lo que le apunta tanto la memoria individual o subjetiva como la memoria colectiva o intersubjetiva, es a develar experiencias verídicas por medio de las cuales se pueda resignificar (dar nuevos sentidos) a los sucesos del pasado. Para acceder a ese tipo de verdad, es necesario acudir a otra metodología de análisis más profunda, de corte analítico y fenomenológico, pensadas desde el caso por caso; técnicas que permitan visibilizar y encarnar el cuerpo violentado (Ponty, 1993; 2010).

Es preciso abordar la resignificación del trauma desde los aportes de la psicología social crítica y los aportes del psicoananalis. Al respecto, Molina (2013) plantea que se debe entender la resignificación en el campo de los estudios de la memoria colectiva como:

[…] (a) un proceso social propio de toda interacción fundada en el lenguaje, se trata de un atributo posible en la relación, sin que haya claridad acerca de su constancia, en qué relaciones y de qué manera opera; (b). La resignificación es también un propósito profesional derivado de comprensiones hermenéuticas, críticas y construccionistas que ha sido transferido a múltiples ámbitos de intervención, en lo que se define como un propósito éticamente deseable; (c). La resignificación aparece como un mecanismo propio de las relaciones simbólicas, que no se ha definido con claridad, que supone un lugar común en el lenguaje técnico y especializado, lo que genera una reificación de la noción que debe ser aclarada y explicada con mayor detenimiento. Y, (d). Los procesos de resignificación son importantes desde el punto de vista ético y político por las transformaciones que pueden producirse cuando se propicia deliberadamente, motivo por el cual es importante conocer con mayor claridad los alcances de los procesos que le subyacen en el plano discursivo y del despliegue de la acción (pp. 60-61).

En el país no se ha hecho una reconstrucción de memoria que permita la resignificación de lo acontecido (de lo traumático), en tanto un esfuerzo de este tipo demandaría un abordaje tríadico de la memoria, es decir: histórico, colectivo/social, individual/fenomenológico; que busque ir más allá de un ejercicio cognitivo, racional o intelectual; desde la percepción, desde la vivencia del cuerpo vivido, desde lo fenomenológico. En ese sentido, la construcción de una memoria histórica, colectiva e individual o fenomenológica, la cual transcienda la recolección y construcción de “datos” consignados en los documentos oficiales o académicos de memoria histórica.

Una memoria entendida no solo como un léxico o como un sustituto verbal el cual se transforma en lo escrito de los acontecimientos vividos, sino como un fenómeno en sí misma, desde el fondo de su silencio, lo que el sujeto quiere conducir a la expresión (en sus mitos, en sus cuentos, fantasías, en sus representaciones sociales, en sus fantasías, imaginarios colectivos, en sus miedos, en sus dolencias, etc.); desde donde la individualidad y la colectividad hablen, no desde las palabras, sino desde la vivencia del cuerpo; desde la mente c­orporalizada1, desde la representación y la experiencia cotidiana. Ello implica un trabajo fenomenológico de la memoria, el cual permita el reconocimiento de los cuerpos-vivos; cuerpos que vivieron de manera individual y en común una historia de violencia.

Las investigaciones, escrituras y manifestaciones culturales que se han hecho de memoria histórica en Colombia, se han quedado en la narrativa objetiva (empírica/científica) de los hechos violentos, de los sucesos traumáticos, como los trabajos elaborados por el CNMH, entre los cuales es posible ubicar: La masacre de Trujillo una tragedia que no cesa (2008); Narrando nuestra historia (2008); La memoria nos abre camino. Balance metodológico del CNMH para el esclarecimiento histórico (2018); y, Una luz por su memoria Nueve vidas para no olvidar (2020).

Los anteriores y otros documentos de memoria histórica se han elaborado desde la dinámica de la memoria objetiva, en tanto se han hecho desde el paradigma de la ciencia con­mensurable o positiva; lo que ha llevado a que sus resultados no hayan tenido la potencia y/o capacidad de transformar o resignificar lo ocurrido en el país. Solo han sido producciones que se han quedado en los anaqueles de las bibliotecas públicas o privadas, en textos que han aumentado el conocimiento sobre lo que sucedió en Colombia. Pero no han sido palabra viva, no se han encarnado en los cuerpos mutilados, ni han servido de hilo para reconstruir el tejido social y generar dinámicas para la recordación, el perdón y la reconciliación.

El hecho de que en el país no se haya desarrollado una estrategia de construcción de memoria más allá de lo histórico; que no se haya trabajado en el diseño de una metodología de memoria, la cual incluya un abordaje terapéutico, comunitario, vivencial y fenomenológico, es decir, desde iniciativas locales lideradas por las víctimas, es grave, para la reconstrucción social, para la consolidación de la paz estable y duradera, y para la construcción de un escenario de convivencia en el posconflicto.

La gravedad de pretender pasar la página del conflicto armado, sin memoria colectiva y memoria individual o fenomenológica, es la intensión reduccionista y fragmentada con la que se ha manejado el tema de memoria en Colombia; desconociendo con ello la importancia del trabajo interdisciplinario como parte básica de la reparación integral de la memoria; trabajo obligado para poder hablar de reconciliación y establecer la posibilidad de encuentro y convivencia con la otredad, con la diferencia. La convivencia demanda escuchar al otro como un aporte a la construcción de paz (Herrera-Pardo y Gutiérrez-Peláez, 2016), y escuchar el sufrimiento en contextos de guerra (Rondón, 2016). Una oída flotante entre las dos perspectivas del tiempo: Cronos2 y Kairós3.

Convivencia que a su vez se soporta en la mutua confianza que se construye en doble vía: por una parte, sobre el conocimiento de sí mismo y del otro que piensa y actúa diferente (otredad), y del otro que desarrolla una serie de acciones que perjudican y/o vulneran los derechos fundamentales del sí mismo; acciones que pueden ser recopiladas en bases de datos cuantitativos (estadísticas) o cualitativos (narrativas). Pero, por otro lado, edificadas sobre el reconocimiento y aceptación, tanto del sí mismo, como del otro (otredad), lo que implica un encuentro de subjetividades o intersubjetividades, que se convocan para analizar conjuntamente lo que sucedió, porque sucedió; para ubicar las motivaciones de las acciones violentas. Y lo más importante, para asumir responsabilidades subjetivas en lo que respecta al surgimiento y la retroalimentación de las dinámicas de violencia.

Sobre esta doble vertiente se fundamenta la confianza. El trabajo de memoria, como aporte a la convivencia pacífica, debe ir más allá de los datos estadísticos y las crónicas de lo sucedido, lo cual puede ser un buen punto de partida o de acercamiento a la verdad sobre lo sucedido (objetiva/subjetiva; individual/colectiva), pero no puede ser el lugar de llegada de la memoria como proceso de re­significación y reparación de lo traumático o de lo inconmensurable. En ese sentido, para lograr penetrar y restaurar la subjetividad y las inter­subjetividades, el trabajo de memoria debe poner el énfasis en la circulación de la propia palabra, de los propios cuerpos y miradas de los actores en confrontación; en la encarnación de las propias historias de violencia dentro del escenario social donde cotidianamente transcurre la existencia.

Los colombianos han pretendido etiquetar y conjurar la violencia sin entenderla, (sin hacer resiliencia)

La etiqueta como explicación de los fenómenos sociales es lo más usual en la opinión pública de los colombianos, un afán de etiquetar reforzada por los medios masivos de comunicación, que ante cada nueva situación y/o hecho social, compulsivamente salen a las calles a buscar a expertos, académicos, políticos e incluso a personas de a pie, para que desde su supuesto saber o perspectiva expliquen, o le den un nombre a lo que está sucediendo.

En el contexto social se percibe un afán por explicar sin comprender lo que está sucediendo, por ponerle nombre a las cosas que no se advierten inicialmente. Como si con calificar los sucesos sociales, se produjera una especie de conjuro o exorcismo contra la ansiedad, la incertidumbre o el miedo que produce lo desconocido. En ese afán de nombrar o de etiquetar, se corre el riesgo de ocultar, distorsionar y/o desvanecer la realidad social, la cual casi siempre le habla al hombre desde lo enigmático, desde el desconocimiento de lo que sucede.

Es así que, ante fenómenos sociales como el de la violencia, en Colombia han surgido explicaciones, etiquetas, que se han elaborado desde las más diversas perspectivas como la económica, la política, la filosofía, la médica, la psicológica, la sociológica, entre otras. Explicaciones que han reducido y fragmentado el problema, sin haber dado la posibilidad de entenderlo desde una perspectiva holística o compleja. En Colombia ha hecho carrera este tipo de explicaciones ligeras, o sin mucha fundamentación científica sobre el problema de la violencia.

Teorías que asumen hipótesis de trabajo e imposibilitan mirar el bosque, en tanto se centran en el árbol como la totalidad del paisaje, del escenario nacional. Muchas de estas dilucidaciones han ubicado a la corrupción, la captura del Estado, la cultura de la ilegalidad, la cultura mafiosa, la teoría conspiradora del enemigo interno, entre otras; como los problemas sociales causantes del mal vivir del país; como los hechos que han originado el clima de violencia y confrontación que se mantiene en el territorio nacional. Etiquetas, rótulos o nombres, los cuales realmente no han identificado el problema central, no han ahondado en las raíces de la dificultad que agobia a este país.

Un problema el cual hay que pensarlo desde la especificidad del territorio, lo que hace distinto a este país frente a otros del continente los cuales a pesar de que presentan los mismos problema­s, o por lo menos problemas semejantes en el orden de lo social, económico, político y ambiental, no registran los mismos índices de violencia. Y lo que es peor, dichos índices no se prolongan en el tiempo como en el caso colombiano. En ese sentido, se demanda un estudio de caso que dé cuenta de la forma particular que tienen los colombianos de establecer lazos sociales, vínculos con el otro; con el modo que han aprendido los colombianos de resolver las diferencias y/o problemas.

El hecho de que las explicaciones sobre la violencia en Colombia no hayan partido de un estudio de caso bien documentado, le ha impedido al país identificar y asumir su verdadero problema, y en ese sentido no le ha sido posible elaborar una conciencia de enfermedad o de problemática latente. Ante la inconciencia del problema, la nación no ha podido iniciar un proceso de cambio de actitud y comportamiento social de sus ciudadanos; de trasformación del mal vivir, del sufrimiento individual y colectivo que de manera mortífera les recuerda a los connacionales que no han alcanzado un bienestar subjetivo.

Esta dificultad de iniciar el camino del cambio, se hace evidente en la situación social que ocupa la reflexión del presente artículo. En el cual se plantea un interrogante en torno al tema de las marchas y la violencia como producto de actos de vandalismo. Donde se ha lanzado la pregunta sobre si la violencia en Colombia es un problema relacionado con la delincuencia, o por el contrario es un problema que da cuenta de la mala convivencia ciudadana, de las formas tradicionales de asumir y resolver los problemas por parte de los colombianos. En últimas, son preguntas que buscan develar que tanta conciencia tienen los colombianos de su verdadera problemática.

En el escenario nacional diariamente se presentan situaciones, que llevan a pensar que se está muy lejos de esa conciencia de enfermedad (problemática). Prueba de ello es la reciente polémica que se ha desatado en torno a la explicación de lo que está sucediendo en el país (marchas y vandalismo), una explicación que acude a la vieja fórmula del enemigo interno (comunismo, guerrilla, para­militarismo o Bandas Criminales-BACRIM). Controversia en la que hay un intento compulsivo por tratar de explicar el fenómeno social de violencia en las calles, sin ir a sus raíces. Una teoría que circula por redes sociales y medios de comunicación, la cual se denomina Teoría de la revolución molecular disipada, diseñada por el chileno Alexis López Tapia (El Montonero, 2020).

Teoría traída a colación para explicar el fenómeno de violencia y el vandalismo que está viviendo actualmente Colombia. Con la que se busca explicar la dinámica de la violencia no desde la perspectiva de la comprensión, de las especificidades de los fenómenos sociales que está viviendo y ha vivido Colombia, sino desde el paradigma de la explicación (universalización de los hechos sociales). Apelando para ello a atributos sociales foráneos, los cuales inicialmente fueron desarrollados para explicar una dinámica social específica, y que posteriormente se traslada de manera descontextualizada a otros escenarios sociales. Esta forma de proceder de algunos científicos sociales, parte del convencimiento de que la realidad social y política es homogénea y universal, es decir, se le puede aplicar la misma categoría de análisis (de manera fidedigna) independientemente del contexto y dinámicas bajo las cuales se desarrollan los fenómenos.

Este tipo de explicaciones sobre la realidad social, es un reduccionismo, porque pretende dar cuenta de la realidad única y exclusivamente desde la perspectiva de una variable. En el caso citado, se observa que se intenta dar explicación de toda una dinámica social y política solo desde una variable ideológica. Tanto en su forma de descontextualización de la realidad, como en su propuesta de reduccionismo social y político, la Teoría de la Revolución Molecula­r Disipada, va en contravía de lo que plantea el Paradigma de la Complejidad desarrollado por el investigador francés Morín (1999).

Específicamente, con las observaciones que desarrolla en su texto titulado ‘La cabeza bien puesta’ el autor propone en pensar, desde la educación, la búsqueda de soluciones al mayor desafío que tiene actualmente la ciencia, el mismo relacionado con la ambigüedad o contradicción que se evidencia entre el pensamiento/conocimiento y la realidad/problemas, en el que se evidencia “por un lado con la producción de saberes disociados, parcelados, compartimentados entre disciplinas y, por otra parte, realidades o problemas cada vez más pluridisciplinarios, transversales, multidimensionales, transnacionales, globales, planetario (Morín, 1999, p. 13).

Desde esta perspectiva elaborada por López, no se aprecia un esfuerzo por conocer las diversas variables intrínsecas que soportan el fenómeno de malestar social y de inconformismo con un gobierno y una clase dirigente (complejidad de la realidad). Sino que, por el contrario, lo que se aprecia es un afán por homogenizar la protesta social y el vandalismo (parcelar); buscando responsables externos, por asociar de manera arbitraria grupos ideológicos y militares, a los que se buscan responsabilizar del anarquismo y el caos en las calles.

Apelando para ello a una teoría original del filósofo francés Guattari (2007), el cual la presenta en su libro la ‘Teoría de la Revolución Molecular’, un trabajo intelectual que nada tiene que ver con una conspiración de la izquierda en Latinoamérica. El texto de lo que trata es de una práctica emancipadora de los sujetos reprimidos, bloqueados por poderes represivos (súper yo). En el libro, el autor presenta cómo la represión puede dar un giro, haciendo que las voluntades se unan, se alíen y emprendan por hacer lo más difícil: la revolución molecular. Una liberación, subversión del orden subjetivo (catártica), como se entendería desde el psicoanálisis, una especie de desalienación del alma individual y colectiva.

En la teoría de López se observa una especie de collage o colcha de retazos la cual distorsiona tanto la realidad que se busca explicar, como el mismo fundamento teórico en el que se apoya para dar cuenta de esa realidad. Una modificación la cual se hace a propósito, porque con ella se buscan deslegitimar la marcha y la protesta social. Se intenta trasladar la causa de los problemas sociales, económicos y políticos a un plano ideológico y militar. Con estas seudo-explicaciones del conflicto en Colombia, lo que realmente se busca es desplazar el foco de atención del problema, pasándolo de un escenario de derechos humanos vulnerados a un terreno ideológico (derecha/izquierda).

La relectura que hace el Chileno López, de la Teoría de la Revolución Molecular de Guattari (2017), es un alejamiento o incomprensión de los fundamentos epistemológicos del autor original. Discrepancia que lleva a que López con sus elucubraciones a buscar arrinconar al filósofo Guattari, para forzarlo a decir cosas que la obra original no plantea (producto de una lectura distorsionada del texto). La torcedura que hace López del pensamiento filosófico de Guattari, es lo que le lleva al final a plantear su propia Teoría de la Revolución Molecular Disipada. Teoría en la que sostiene que la causa del problema del vandalismo y la violencia en las calles, es la presencia o existencia de una estrategia conspiradora de desestabilización de los Estados democráticos en América Latina.

Según López, Guattari es un ideólogo neo marxista que visitó a Chile y Brasil con el propósito de orquestar u organizar un movimiento mundial de izquierda, el cual busca tomarse el poder con acciones, tales como, cortar la normalidad de los sistemas de transporte público y una violencia sistémica y atomizada en la calle, con la que se busca la inestabilidad de la fuerza pública. Esta teoría genera todo tipo de desconfianza, pero lo más peligroso de este tipo de argumentos, está relacionado con la confiabilidad de los mismos argumentos. Más que ofrecer una comprensión de las dinámicas sociales que soportan el malestar, el mal vivir y el comportamiento beligerante y quizás hasta violento de algunos ciudadanos en medio de las marchas, lo que lleva es a forzar una explicación la cual desestima y casi que inválida las causas naturales de la protesta social.

Para ello, el autor de dicha teoría, magnifica el terror, la barbarie que se infiltra en las marchas y la desestabilización del Estado democrático, ubicando estos hechos como el fin que persigue el ciudadano que protesta por la reivindicación de sus derechos vulnerados. La teoría de la Revolución Molecular Disipada transforma el rostro del trabajador, obrero, estudiante, padre de familia, campesino, en fin, de la ciudadanía que está protestando, en el rostro del enemigo interno, el rostro del que está en contra de la institucionalidad (la izquierda, la guerrilla, el vándalo, el delincuente).

Si se analiza está teoría, a la luz de la propuesta metodológica del árbol del problema, inmediatamente se evidencia como el examen del fenómeno de la violencia social y/o vandalismo el cual se hace a través de la misma, no está desarrollado desde las causas del problema, sino desde las consecuencias. Con esta teoría no se da cuenta de la génesis de la protesta social, del inconformismo social, que lleva a la población civil a tomarse las calles y protestar en el espacio público.

Este tipo de teorías conduce a pensar que, si la dinámica del problema de violencia, convivencia, reconciliación y paz en Colombia fuera tan simple, como se describe en dicha teoría, la cual presenta la violencia como un problema de ideología, resultaría igual de simple su solución, pues solamente demandaría una medida pragmática, la cual implicaría la preparación del Estado para enfrentar una amenaza externa, vehiculizada ideológica y militarmente por grupos de izquierda extremistas con presencia en el territorio n­acional.

En tanto, el centro del problema, por una parte sería ideológico, y por otra, externo a la misma dinámica social, cultural, económica, ambiental y política del país; inclusive, ajeno a la misma geografía e historia del territorio nacional, porque ubica la génesis del problema en intereses mundiales neo marxistas, como un problema que se origina precisamente por el uso de una táctica o práctica de guerra de grupos de izquierda.

Si esta hipótesis de trabajo tuviera un sustento real en las ciencias sociales, basado en evidencia científica, no se dudaría en afirmar que las soluciones a los problemas de violencia que vive actualmente el país, son las que se plantean en redes sociales, las cuales afirman que se debe:

1. Fortalecer las Fuerzas Armadas-FFAA, debilitadas al igualarlas con terroristas, La Habana y JEP. Y con narrativa para anular su accionar legítimo; 2. Reconocer: Terrorismo más grande de lo imaginado; 3. Acelerar lo social; 4. Resistir Revolución Molecular Disipada: impide normalidad, escala y copa (Infobae, 2021b, pár. 1).

Esta clase de explicaciones llevan a falsear la realidad social, cultural, económica, ambiental y política del país. Por ello, la academia debe tomar distancia de este tipo de respuestas elaboradas desde un abordaje externo a lo social, y bajo una perspectiva reduccionista. Al contrario de lo que plantea este tipo de teorías, lo que se debe hacer en Colombia, es desarrollar estudios y reflexiones que asuman un abordaje integral, holístico, interdisciplinario y complejo, el cual interrogue la dinámica y génesis de la violencia en Colombia. Estos nuevos episodios de violencia asociados a las marchas como forma de protesta social, convocan a los científicos sociales a analizar las raíces de la violencia en el país.

Para finalizar este apartado es preciso señalar que la Teoría de la Revolución Molecular Disipada es una prueba fehaciente de que existe un grupo de colombianos, que han construido un discurso imaginario sobre la violencia en Colombia, fundamentados en estereotipos tales como ‘castro/comunista’, ‘castro/chavista’, ‘petro/chavista’, entre otros, con los que se niega de manera rotunda a reconocer que el problema de violencia que vive Colombia tiene hondas raíces relacionadas con los modos de reconocerse e interactuar, los cuales se han dado entre los colombianos. Formas marcadas por la exclusión, la descalificación y la invisibilización del otro, las cuales hay que escrudiñar y desentrañar, a fin de poder trazar el rumbo que lleve al cese de todo tipo de violencia.

Forzar la Convivencia y la paz sin memoria de violencia y sin nombrar y/o entender lo que sucedió

En Colombia se ha creído erradamente que se puede pasar la vivencia y los estragos de la violencia solo con contar de manera anecdótica los hechos de violencia, asumiendo la experiencia de la violencia como un dato o hecho histórico; como algo que aconteció y cuyos sucesos se puede reconstruir de manera fidedigna en relatos o historias que dan cuenta de las más diversas violaciones de derechos humanos; como si elaborar, resignificar y superar la violencia, fuera una especie de filmación o de película.

Desde esta perspectiva, en Colombia se ha desarrollado un trabajo de memoria histórica, en el que se cuentan relatos o describen hechos ocurridos (libretos), a partir de los cuales se arma u organiza la trama de una historia, de una película, editada y publicada en libros, videos u obras artísticas, y se presentan al mundo como vestigio de lo que sucedió. Como si el fin de la recuperación de los hechos (memoria) fuera la recolección y descripción de datos (historia), y no el resarcir del daño individual, familiar, grupal y social que produjeron los hechos de violencia (fenomenología individual y colectiva de los hechos).

La violencia debe ser presentada como un dato histórico el cual debe recuperarse fielmente, y debe organizarse en anecdotarios de vida, sin entrar a enfatizar en los daños subjetivos (en la experiencia y/o vivencia traumática), en la fractura que causó a nivel psíquico, a nivel de proyectos de vida, de lazos sociales, de sentido de pertenencia y adhesión al colectivo.

La violencia no es más que una acción fría, desarticulada de las dinámicas individuales y sociales del país, asumida como un dato histórico el cual deja por fuera la conmoción subjetiva e inter­subjetiva que desencadena la violencia. Una vivencia con lo siniestro, que requiere más que palabras, más que cifras para entenderse y resignificarse, la cual solicita un proceso y movimiento simbólico que involucra la auto-referencia, el autoconocimiento, la recuperación de la experiencia cotidiana (implicación subjetiva), a fin de que las personas pasen de la percepción de víctima a la de sobreviviente, con compromiso y responsabilidad consigo mismo y con el contexto social.

En el camino de la comprensión, resignificación y transformación de la violencia, no es conveniente asumir la categoría de violencia solo en el plano histórico, porque ello implica un reduccionismo en la explicación de lo que aconteció. Igualmente, la reconciliación no es factible trabajarla o proponerla solo desde lo histórico, porque sería asumir un solo elemento de la reconciliación, relacionado con la confianza, el elemento del conocimiento de la verdad objetiva, que es necesaria para confiar y establecer un lazo social, pero no suficiente para que dichos lazos perduren, lo que implica que se deba incorporar el segundo componente de la confianza, el cual genera reales posibilidades de vivir juntos. El reconocimiento y aceptación tanto del sí mismo como del otro (otredad).

En ese sentido, es importante revisar que ha entendido el Estado colombiano por reconciliar, y que tan procedente es esta definición en función de lo que se ha planteado en este trabajo. La necesidad de desarrollar una praxis y/o transformación de la historia de violencia, en donde el saber, reconocer y aceptar son piezas fundamentales para entender no de manera contemplativa sino práctica de la historia de lo que sucedió en el país. En ese orden de ideas, según la Unidad para la Atención y Reparación integral a las víctimas (citada por Marín et al., 2016):

[…] los procesos de convivencia se asocian mayoritariamente al respeto de los derechos a través de la legitimación de unas normas construidas en procesos democráticos […]. Es decir, la convivencia parte de la premisa fundamental del respeto de los derechos del otro, y que se encuentran consagrados en nuestro marco legal. Así, la convivencia se concibe como una noción fundamental para el desarrollo de la sociedad antes, durante y después del conflicto (p. 249).

Basar la convivencia en el conocimiento del otro, implica algún tipo de respeto, pero igual incluye tácitamente el reconocimiento y aceptación, no solo del otro, sino también del sí mismo que no puede quedar excluido en las relaciones de convivencia, las cuales son relaciones intersubjetivas, es decir, la implicación de la propia historia de vida interviene en todo lo que está sucediendo. Convivir exige un doble movimiento: el primero hacia sí mismo, y el segundo hacia los otros. Igualmente, la convivencia no solo tiene que ver con hechos objetivos (respeto de los derechos humanos) sino también con elementos subjetivos, relacionados con la percepción que tiene cada ciudadano de ese respeto, evidenciado en excelentes condiciones de relacionamiento y mejor calidad de vida.

Partiendo de la convivencia como fundamento de la conciliación, se puede decir entonces que, la reconciliación “debe ser entendida como un proceso complejo y a largo plazo en el que, por medio de una serie de instrumentos y estrategias, una sociedad intenta pasar de un pasado en conflicto a un futuro compartido” (Marín et al., 2016, p. 249).

En ese sentido la reconciliación no solo requiere del respeto de los derechos humanos y de la percepción y/o convicción que se tenga de ese respeto, sino que además exige mecanismos y medios efectivos que garanticen la reconciliación. Y es ahí, donde cobra importancia la propuesta de pensar una metodología de memoria integral que cubra el saber, la representación y la implicación frente a los hechos de violencia. En esa imposibilidad de asumir el problema de la violencia y la memoria del mismo de manera integral, es que se ubica el verdadero problema de reproducción de violencia en este país. Un problema que ha impedido una verdadera reparación y superación del impase.

Una problemática estructural que está relacionada con dos situaciones: 1) La imposibilidad que tienen los actores sociales en Colombia para establecer un diálogo franco y abierto. Lo que lleva que las relaciones sociales y de poder que se establecen se configuren a partir de una dinámica donde prima el desencuentro y el diálogo entre sordos (donde nadie escucha ni es escuchado). 2) La ausencia de verdaderos espacios y/o escenarios de encuentro, concertación y reconocimiento mutuo. De reconocimiento y respecto de la otredad. Lo que implica el no reconocimiento de la existencia de otros que sienten y piensan distinto.

Dificultad que mantiene al país estancado en un ciclo de violen­cia, sin poder avanzar de manera efectiva hacia el camino del des­escalonamiento de la confrontación, la resolución de conflictos, el entendimiento mutuo, la convivencia y la reconciliación. Una dificultad de convivencia que no aparece en la opinión pública, y que se ha convertido en paisaje para la percepción social de este país.

En Colombia es normal la no convivencia, la no solución pacífica de los conflictos, el uso de las armas para solucionar los problemas, la muerte o aniquilación del otro que actúa y piensa diferente. La vida no es un valor sagrado para los colombianos (hay desvaloración de la dignidad humana). Para los colombianos ese no es el foco del problem­a. El problema es la existencia de delincuentes, las estructuras organizadas de criminales, la destrucción de propiedades e infraestructura pública y privada, el bloqueo de vías, entre otros desastres ocasionados por el comportamiento violento (la super­valoración de lo material y los bienes privados han imposibilitado valorar la vida como eje fundante del desarrollo). El país se ha quedado con las consecuencias del mal vivir (del no saber convivir pacíficamente), y no ha ahondado en las causas de ese mal mortífero llamado violencia.

Violencia que ha llevado a que, en diferentes periodos de la historia, Colombia se haya configurado como uno de los países más violentos del mudo dentro de las diferentes mediciones o índices globales que evalúan la magnitud de los hechos de violencia. Ejemplo de estas mediciones han sido:

Pero este tipo de noticias o información a los colombianos no les dice nada, siguen atrincherados en bandos de amigos y enemigos, insensibles ante su propia destrucción

Conclusiones

El desarrollo de esta reflexión permite concluir que:

Hoy como ayer, Colombia se ve enfrentada al fantasma del dios de la guerra (Ares), al conflicto encarnado en diferentes arquetipos que por décadas han empujado y/o animado a la sociedad colombiana a la confrontación y a la muerte colectiva.

Hoy como ayer, Ares se encumbra en la más alta cima de la sociedad colombiana, para enarbolar nuevamente la bandera de la guerra y la confrontación del pueblo contra el pueblo. Llenando a los colombianos de miles de razones para que quieran matar al otro, para que quieran aniquilar a su compatriota.

La presencia ininterrumpida de Ares en la historia del país, recuerda que la página de violencia no se ha pasado del todo, que no se han sanado las heridas de la guerra y confrontación de tantos años. Y las muertes diarias de colombianos a manos de otros colombianos lo confirman.

La violencia en Colombia no ha desaparecido, no ha cicatrizado, ni ha no ha muerto, solo ha mutado. Quizás los personajes y escenarios han cambiado, pero la lógica de la aniquilación del diferente persevera en las relaciones y en las formas de resolver los problemas. En el cual impera el uso de las armas, y el no respeto sagrado de la vida como lógica a la hora de imponer las ideas, peticiones o criterios de lo que debe ser el país que se sueña.

Los colombianos siguen condenados a asumir la confrontación, la violencia y la eliminación como la única vía para resolver las diferencias. Una confrontación que sigue manteniendo a los ciudadanos y sus dirigentes divididos en bandos que se mantienen atrincherados cada uno en un lado distinto del campo de batalla (cada uno con razones con las que descalifican a los otros). Batalla en la que se ha invertido la escala de valores, donde lo material es irremplazable y la vida es desechable. Confrontación en la que se renuncia con facilidad a la vida y se defiende con locura lo material, lo económico, el ladrillo, como algo que no se puede recuperar.

Colombia no ha hecho un trabajo juicioso de memoria integral, tanto de memoria histórica, como memoria colectiva y memoria fenomenológica. Es decir, desde un enfoque desde el cual se asuma la violencia como algo estructural de la convivencia de los colombianos, y no como un accesorio que forma parte de la historia patria; el cual a través de la palabra o la escritura de los hechos se puede exorcizar o superar.

En la medida en que los colombinos no empiecen a tener conciencia de su problema, de que él mismo está relacionado con la mala convivencia, con la imposibilidad de reconciliación con el otro. En tanto que el país no tenga conocimiento pleno de todo lo que sucedió, no asuma un compromiso o implicación real con lo que sucedió, y no inicie un proceso de cambio y transformación (resignificación) de la realidad, la violencia seguirá perpetuándose de generación en generación.

Se debe desbloquear el alma colectiva de los colombianos para que direccionen su existencia hacia el camino de la convivencia y la paz estable y duradera, lo cual implica un trabajo de recuperación, reelaboración y reparación integral de la memoria nacional. Labor que exige recordar sin repetir, perdonar sin olvidar, construir sobre lo aprendido y caminar juntos hacia la construcción de un país donde puedan estar todos desarrollando una vida personal, familiar, grupal, social y política.

Solo cuando Colombia haga el ejercicio de memora histórica, colectiva, individual y/o fenomenológica que requiere, podrá pasar la página de la violencia, Solo hasta entonces los colombianos estarán cerca de resolver pacíficamente sus diferencias. Tal como lo planteó en los años ochenta uno de los colombianos más notables, Estanislao Zuleta (2015), quien en su momento hizo la siguiente afirmación:

[…] para mí una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De conocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz (p. 25).

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Zuleta, E. (1989). Colombia, violencia, democracia y derechos humanos. Fundación Estanislao Zuleta.

Armando Aguilera Torrado es Doctor en Ciencias sociales, niñez y juventud. Especialista en Ciencias políticas. Psicólogo y filósofo. Docente de la Facultad de posgrados de la Escuela Superior de Administración Pública-ESAP (Colombia). Director del grupo de investigación del Centro Regional de Investigaciones Humanas, Sociales y Ambientales-PROFUTURO (Colombia). ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1085-4969


1 La mente corporalizada es un concepto acuñado por una rama de las ciencias cognitivas fundamentada en la fenomenología, la cual también es conocida como ciencia cognitiva encarnada, es el paradigma de las ciencias cognitivas que sostiene que muchas características de la cognición, humana o no, están determinadas por aspectos de todo el cuerpo del organismo.

2 Cronos simboliza el tiempo medible objetivo: minutos, horas, días, meses, años. Es el tiempo lineal que tienen todas las personas (pasado, presente, futuro), histórico.

3 Kairos simboliza el tiempo subjetivo de la vida. Los griegos lo consideraban el más oportuno para la novedad. Se trata de un tiempo de calidad imposible de medir con el reloj. Un tiempo que no suele coincidir con el ritmo monótono del segundero, porque se vive en función de la carga afectiva que posee.