El derecho en tiempos de crisis: Una aproximación a las nociones de verdad y justicia

Law intimes of crisis: An approach to notions of truth and justice

DOI: https://doi.org/10.17981/juridcuc.16.1.2020.11

Fecha de Recepción: 03/03/2020. Fecha de Aceptación: 18/03/2020.

Jorge Guillermo Portela E:\Users\aromero17\Downloads\orcid_16x16.png

Pontificia Universidad Católica “Santa María de los Buenos Aires” (Argentina)

jg_portela@yahoo.com.ar

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Para citar este artículo:

Portela, J. (2020). El derecho en tiempos de crisis: Una aproximación a las nociones de verdad y justicia. Jurídicas CUC, 16(1), 269–286. DOI: http://dx.doi.org/10.17981/juridcuc.16.1.2020.11

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Resumen

El derecho es consecuencia de la sociedad. Esta relación genera una complejidad entre lo que es justo y la sociedad; y debido a los fenómenos que se manifiestan en esa relación se sostiene la crisis del derecho. Esta reflexión se efectúa mediante el estudio teórico doctrinal de las nociones de Derecho, Justicia y Verdad, el análisis de la influencia de la política en la justicia y el derecho, el problema de las funciones negativas del derecho, el concepto de derecho injusto y la concepción Moderna de derecho subjetivo, a fin de establecer las causas principales de la crisis del derecho.

Palabras clave: Crisis; justicia; verdad; sociedad; valores

Abstract

Law is a consequence of society. This relationship generates a complexity between what is just and society; and due to the phenomena that are manifested in this relationship the crisis of law is sustained. This reflection is carried out through the theoretical doctrinal study of the notions of Law, Justice and Truth, the analysis of the influence of politics on justice and law, the problem of the negative functions of law, the concept of unjust law and the modern conception of subjective law, in order to establish the main causes of the crisis of law.

Keywords: Crisis; justice, truth; society; values

Introducción

Por causa de la sociedad, existe el Derecho. La alteridad, una de sus características centrales, hace posible que los conflictos –si poseemos un orden jurídico–, sean solucionados racionalmente, otorgando a cada cual lo que le corresponde. Esta comunicabilidad entre sociedad y Derecho equivale a decir que existe un parangón entre sociedad y justicia. En efecto, al ser el derecho el objeto de la justicia cabe apreciar que, así como no puede existir justicia sin sociedad, tampoco puede subsistir una sociedad sin justicia: estamos ante un caso patente de involución de causas. Fuerte y a la vez frágil es la relación que une al Derecho y a la sociedad con la justicia y debido a los fenómenos que se manifiestan en esa relación se sustenta la crisis del derecho.

No se puede escapar, entonces, que el Derecho se encuentra en crisis porque la misma sociedad ha perdido o ha olvidado valores y principios esenciales.

Con gran autoridad, ha calificado a la sociedad que nos toca vivir como “líquida”. La “fluidez” es la cualidad de los líquidos y de los gases. Pero los líquidos, a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su forma. Los fluidos no se fijan al espacio ni se atan al tiempo. En la lucha moderna entre espacio y tiempo, continúa advirtiendo Bauman, el espacio era el aspecto sólido y estólido, pesado e inerte, capaz de entablar solamente una guerra defensiva, de trincheras… Durante la modernidad, la velocidad de movimiento y el acceso a medios de movilidad más rápidos ascendieron hasta llegar a ser el principal instrumento de poder y dominación (Bauman, 2010, p. 15).

En la práctica, el poder se ha vuelto verdaderamente extraterritorial, y ya no está atado, ni siquiera detenido por la resistencia del espacio. Un ejemplo se impone: La injerencia en el derecho interno de los Tribunales internacionales de Derechos Humanos, o el rango constitucional que se le otorga al derecho de los tratados, son la muestra más elocuente que el sistema jurídico, en esta especie de “Cosmópolis” (Zolo, 2000), para bien o para mal sufre también estas transformaciones. Por cierto, esta característica afecta no sólo a las relaciones de poder entre los Estados, sino también la que se genera entre las personas. La modernidad “fluida” es una época de descompromiso, elusividad, huida fácil y persecución sin esperanzas. En la modernidad líquida dominan los más elusivos, los que tienen libertad para moverse a su antojo (Zolo, 2000, p. 129).

¿Y qué es lo que pasa entre las personas y el Estado? Más allá de que el hombre tenga, entre otras desgracias, la de ser administrado, lo cierto es que la vida como individuo se caracteriza cada vez más por una enorme pérdida de la intimidad. Así, el pobre individuo, no importa que esté en trance de nacer, o morir o consumar un matrimonio, continúa siendo concebido bien como una propiedad del Estado y sus instituciones o, en el mejor de los casos, como un mero instrumento y rehén de una doctrina política.

Nada nuevo bajo el sol, evidentemente. La modernidad siempre estuvo, y sigue estando, obsesionada con la idea de obtener todo el control posible sobre el cuerpo y el alma humanos sin exterminar físicamente a las personas. Lo mismo puede decirse respecto al sentimiento colectivo y la memoria de la sociedad. Como aprendemos en 1984, de Orwell, la historia depende únicamente de quienes controlan los archivos y los registros (Bauman y Donskis, 2015, p. 45).

Urge, en consecuencia, cambiar este estado de cosas. Pero, se impone una pregunta crucial: ¿Cómo hacerlo? La tarea no es fácil, pero no resulta imposible lograrlo. Por esto, a partir de un análisis crítico sobre las doctrinas y diferentes tesis sobre la concepción del derecho partiendo de su complejidad, y utilizando como herramienta a la hermenéutica la cual resulta apropiada para los fines que se persiguen.

Derecho, Justicia y Verdad

Lo primero que se debe hacer es recuperar la relación, sentida muy vívidamente entre los griegos, adoptada posteriormente por el derecho romano y que todavía permanece fresca durante gran parte de la Edad Media, entre esta tríada de conceptos: Derecho, justicia y verdad. Analizando, simplemente, el problema de la verdad.

Y efectivamente, la verdad no sólo es las más de las veces turbadora. Resulta máximamente perturbadora. Quizás tenga razón entonces el cantor popular, cuando afirma: “Nunca es triste la verdad/lo que no tiene, es remedio”.

Ahora bien, en este punto es válido la cuestión: ¿Qué relación tienen este conjunto de afirmaciones con la idea de justicia? Se propone una conclusión: Pensar que existe cierta analogía entre los conceptos de justicia y verdad. Claro que semejante aserto no es políticamente correcto. Los iusfilósofos de tendencia analítica, si lo escucharan, se escandalizarían. ¿No es que proponen acaso un derecho sin verdad? En efecto, para el filósofo analítico, excluir el Derecho del dominio de la verdad es inevitable. Esta corriente se nutre con la tradición voluntarista que recorre toda la cultura jurídica moderna, de Hobbes a Kelsen: “Auctoritas non veritas facit legem” es el célebre lema de Hobbes, al que sigue la lapidaria afirmación de Kelsen: “No es posible hablar de una ‘verdad’ del Derecho. El Derecho es norma y como tal no puede ser ni verdadero ni falso” (Pintore, 2005).

De aquí fluye, necesariamente, cierto relativismo moral. Todo sentimiento es válido, porque es esencialmente subjetivo: por ende, la justicia no puede alcanzarse ya que ella plantea un conflicto de intereses. Entran allí a jugar dos valores, y no resulta posible hacer efectivos ambos. Entonces, el problema de los valores es, ante todo, un problema de conflicto de valores y ese problema no puede ser resuelto por medio del conocimiento racional. Eso significa, que es válido únicamente para el sujeto que formula el juicio y, en este sentido, es relativo (Kelsen, 1966).

En suma, la idea de lo bueno y de lo malo es diferente, conforme lo vea cada pueblo o cada individuo: lo justo se identifica con la cultura. La justicia absoluta será entonces un ideal irracional. Pero desde el punto de vista del conocimiento racional existen sólo intereses humanos, y por tanto, conflictos de intereses para solucionar el problema, existirán entonces sólo dos soluciones: Satisfacer el uno a costa del otro o establecer un compromiso entre ambos. Por ende, para Kelsen (1966) no es posible demostrar que ésta y no aquélla es la solución justa. Si se supone que la paz social es el valor supremo, el compromiso aparecerá como la solución justa. Pero también la justicia de la paz es sólo una justicia relativa y, en ningún caso, absoluta.

Ese sentimiento subjetivo, también es notorio en Ross (1974), para quien decir “justicia” es algo así como pegar un golpe sobre una mesa. Nunca se había llegado tan lejos en la banalización del término, o más bien en la reducción del concepto de justicia a una mera palabra con contenido emotivo. Tanto Kelsen (1966) como Ross (1974), pertenecen a esa estirpe de individuos que sostiene que la justicia no existe, o no es de este mundo, pero cuando no tienen dinero en sus bolsillos dicen presurosamente: Eso es injusto…

En cualquier caso, se halla lejos de la bella descripción lograda en el “Poema” de Parménides (trad. 2007). Su claridad conceptual, hoy tan olvidada, obliga a hacer un breve comentario acerca de la notable visión que tuvo el gran presocrático, al analizar la relación existente entre justicia y verdad. Al abordar nuestro tópico, la referencia a este autor resulta ineludible.

En efecto, en ese viaje de experiencia iniciática, que constituye una verdadera “Anábasis”, en busca ni más ni menos que de “Aletheia”, “la verdad bien redonda” (Parménides, 2007, p. 25), el viajero se encuentra con una entrada cubierta con grandes portones. Pero lo que se rescata aquí es la metáfora consiguiente, puesto que las llaves de esa puerta de entrada las tiene Justicia “pródiga en dar pago” (Parménides, 2007, p. 15).

La Justicia no duda en franquear el paso al personaje, pues ella se convence que efectivamente el propósito del viajero es noble: llegar a la verdad. Ella está bien guardada, ciertamente: “Y de los portones el vasto hueco dejaron al abrirse, una vez que los muy broncíneos quiciales giraron en sus quicios, el uno tras el otro, provistos como estaban de espigas y clavijas(Parménides, 2007, p. 21). Se encuentra pues, ante un portero fiel. Más bien, Parménides (2007) describe al más eficaz guardián de la verdad, que no puede ser otro que la Justicia.

A los efectos de esta reflexión, no vale la pena avanzar más en la lectura de esta trascendente obra del tan notable como vigente filósofo presocrático, ni en la formulación de la primera verdad, equivalente al primer principio del entendimiento teórico: el ser es, el no ser no es, y a partir de allí la útil y necesaria distinción entre doxa y aletheia. Debemos hacer un esfuerzo intelectual y detenernos simplemente en el noble acto de custodia de la verdad que asume la Justicia. Allí, Parménides (2007) nos está dando una gran y definitiva lección de filosofía del derecho, y han sido suficientes apenas dos líneas para enunciarla. No avanzar más en términos muy relativos, puesto que, con la enunciación del ser, aparece otro gran actor: la realidad. Ello hace decir ni más ni menos que a Pieper (1974), que aquí aparece la armazón interna de la metafísica cristiano-occidental, globalmente considerada; a saber: que el ser es antes que la verdad y la verdad antes que el bien. Por medio del acto de conocimiento surge la identidad entre entendimiento y realidad.

Aparece aquí también en escena, de manera inexorable, la virtud de la prudencia. El notable filósofo alemán lo dice con gran precisión: La prudencia es la medida del querer y del obrar, pero a su vez, la medida de la prudencia es “ipsa res”, “la cosa misma”, la realidad objetiva del ser. En otras palabras: El sentido de la virtud de la prudencia es que el conocimiento objetivo de la realidad se torne medida del obrar y que la verdad de las cosas reales se manifieste como regla de acción1.

En fin, justicia es –ni más ni menos– que la capacidad de vivir la verdad con el prójimo. Porque el prójimo forma parte de la realidad, y por ello puedo darle lo que le corresponde y reconocer cuál es su derecho. Entonces, el hombre justo es el que dirá: “Ego suum, ergo, tu est alter ego”. Si la existencia del prójimo, y consecuentemente, de su derecho, dependiera de mi parecer subjetivo, no existiría pues posibilidad alguna de realizar una acción justa.

Sólo de esa manera el hombre objetivo puede ser justo, y falta de objetividad, en el lenguaje usual, equivale casi a injusticia. Si comprendemos esta afirmación, podremos darnos cuenta de la gravedad del mensaje que nos da Parménides (2007) en su Poema. A nuestro entender, por tanto, existe una tríada indispensable entre estos tres conceptos: “justicia, verdad, realidad”. Su olvido, ha sido una de las causas de la crisis fenomenal por la que está atravesando el Derecho.

Análisis de la influencia de la política en la justicia y el derecho

Cuando la política se cuela en la justicia como institución, sucede lo mismo que puede ocurrir con un elefante suelto en un bazar: El resultado es agregar más y más desprestigio al Derecho y al ejercicio de la abogacía, una profesión tan castigada a destajo. El sistema jurídico como institución, el Derecho como concepto es el que ha descendido de la consideración pública, para alcanzar niveles frente a los cuales cabe preguntarse, realmente, si es posible caer aún más bajo.

Resulta necesario pensar entonces en algo distinto a lo que estamos sufriendo. Hoy más que nunca hace falta recurrir a valores (¡oh, los tan olvidados valores!), y pensar en la adopción de ciertas pautas que permitan evitar este continuo descenso hacia la disolución como nación. Proponer esto antes que sea demasiado tarde. Los países que han sufrido profundas crisis han sabido recuperarse. Después de todo, si lo han hecho otros, ¿por qué no nosotros? Sin embargo, es necesario reconocer que toda recuperación lo es a partir de una búsqueda incesante de bienes, de fines, de valores. Y ese es un camino que a veces puede resultar doloroso, sin duda alguna.

Debemos tener urgencia en crear un derecho cada vez más adaptado a las necesidades de las personas y no a la de los políticos. Las necesidades de las personas (y consecuentemente, de las sociedades, porque las sociedades están constituidas por personas), son permanentes, las de los políticos, transitorias. La ley ha de crearse para ser cumplida, no para tener un puro efecto propagandístico. En efecto, ¿de qué sirve, por ejemplo, sancionar una ley anticorrupción tan absolutamente complicada y con tantos vericuetos, que no pueda aplicarse nunca? La respuesta está a la vista: La norma ha sido creada para obtener tan sólo una mera eficacia simbólica. En otros términos: La ley ha sido creada para no ser cumplida, aunque paradójicamente se la señale como una muestra del empeño que tiene el gobierno para combatir la corrupción.

Del mismo modo, tenemos que pensar las relaciones jurídicas, y las situaciones particulares que puedan surgir de ellas, no en términos de derechos, sino en términos de “deberes”, tal como lo había visto tan lúcidamente Simone Weil (2000) en su apasionante obra, Raíces del Existir. Así, Weil (2000) advertía que la noción de obligación prima sobre la de derecho, que le es subordinada y relativa. Un derecho, afirmaba con razón la autora, no es eficaz por sí mismo, sino únicamente por la obligación a que corresponde. Y agregaba: “Un hombre considerado en sí mismo solo tiene deberes, entre los que se cuentan ciertos deberes para consigo mismo” (Weil, 2000). Sufrimos hoy día una verdadera deformación del término “derecho”, como consecuencia de su uso abusivo e indiscriminado, olvidando que los derechos poseen una característica “bifronte”: A cada uno de ellos le corresponde una obligación, un deber subsecuente.

La restante consecuencia de incluir a la política en la justicia como institución, es el advenimiento de la doctrina conocida como “neoconstitucionalismo”, con el creciente protagonismo que los jueces “militantes” y su resultante: El activismo judicial. Ahora, muchos jueces pretenden hacer política a través de sus sentencias, olvidando que antes tienen la obligación de impartir justicia. Hoy se nos muestra cada vez más lejana esa división de poderes que había concebido Montesquieu, tomando la idea del sistema inglés, y que permitía un control recíproco de todos ellos a través del sistema de frenos y contrapesos. Los jueces se han transformado en verdaderos “mandarines” del Derecho, samuráis jurídicos que hacen política donde no deben.

El problema de las “funciones negativas del derecho”

Se puede referir también, como una de las causas de nuestra crisis del Derecho, al problema de las funciones, sobre todo las denominadas “funciones negativas del derecho” (coste alto de los conflictos, tiempo exageradamente prolongado que demanda su tramitación, disfuncionalidad evidente del sistema penal y carcelario). Debe propiciarse seriamente la adopción de medios alternativos de administración de conflictos, lo que permitirá recuperar a las personas su verdadero protagonismo en aras de su resolución definitiva. En nuestro medio, por ejemplo, pese a que en un principio parecía haberse avanzado con la mediación, las compañías de seguros han logrado desvirtuarla completamente, transformando a este útil recurso en una mera posibilidad para ganar más tiempo antes de que se llegue a juicio.

Cabe referirse también aquí a un tópico especialmente paradójico: Los conceptos jurídicos vacíos. Esto tiene que ver centralmente, incluso, con el arduo problema de la investigación en el terreno de la ciencia jurídica. En efecto, el jurista, el juez, el abogado, el estudiante de derecho pueden tomar posición –desde luego– respecto de tal o cual teoría y, consecuentemente, precisar cuál es la naturaleza jurídica correcta del concepto en cuestión. Pero eso da derecho a privarlo de significado. Por el contrario, la pluralidad significativa del tópico en cuestión hace que éste salga en todo caso enriquecido y fortalecido.

Por ejemplo, se puede pensar en sentido diverso acerca de lo que es una obligación jurídica. Tentando en afirmar, con visión romanista, que es un vínculo que constriñe a hacer o dejar de hacer algo, o se puede pensar, también, poniendo el acento en la visión marxista acerca de las funciones del derecho, que la obligación jurídica es tan sólo un instrumento de dominación de una clase sobre otra. Lo que indudablemente no corresponde, es que se vacié completamente su contenido. Esto ocurre generalmente por filtraciones y deformaciones ideológicas, haciendo que el concepto pase a significar lo que el espurio interés de un sector quiere que sea, pretendiendo además de esa manera que esa visión, enteramente parcial, adquiera un valor universal. Un concepto jurídico notoriamente vacío –lamentablemente vacío–, es el de “derechos humanos”.

Al estudiar rápidamente cual es el fundamento de los denominados “derechos humanos”. Si se desea que la base misma del concepto esté más allá de cualquier manoseo de circunstancias, lo que se debe hacer, ciertamente, es ubicar su origen en algo que no pueda ser alcanzado por el discurso ideológico, lo cual es estéril y sectorial. Podría suponerse que el fundamento debe encontrarse en algún tratado internacional, que afirme la existencia de tales derechos. Pero eso es tan frágil como un papel de seda, pues sería lo mismo que sostener –como lo ha afirmado lúcidamente Francisco Carpintero–, que la tierra es redonda porque así lo dice un atlas geográfico (Carpintero, 2000).

Entonces puede haber un solo camino para su fundamentación adecuada: Sostener que su basamento no puede ser otro que el de “naturaleza humana”. Sociabilidad y racionalidad. Esas son las dos notas esenciales de nuestro concepto, rectamente entendido. La fundamentación en la naturaleza humana no puede dar lugar a extravagancia alguna. Hay una común naturaleza humana a partir de la cual todo hombre puede reclamar algo que le es propio y le corresponde. El título, entonces, ha de provenir de esa naturaleza y no del capricho del legislador o de la ocurrencia del reclamante de turno. Es más: Esta comprensión de los derechos humanos puede llevar aún más lejos, a preguntar no tanto sobre la mera “declaración” positiva del derecho (contentándonos sólo con eso) sino sobre los medios que están a nuestro alcance para alcanzarlos y satisfacerlos, como demandaba premonitoriamente Burke (1980):

¿De qué sirve discutir el derecho abstracto de un hombre a tener alimentos y medicamentos? La cuestión está en el método para obtenerlos y administrarlos (…). Los supuestos derechos de aquellos teorizadores son todos extremos; y en la medida en que son metafísicamente verdaderos, son moral y políticamente falsos (p. 119).

En fin, lo ha condensado magistralmente la notable iusfilósofa gallega Milagros Otero (2006): “Los derechos surgen de la dignidad del ser humano y lo único que puede hacer el Estado es recogerlos en leyes para que puedan ser exigidos” (p. 118).

Sobre el derecho injusto

Se tiene que hacer mención ahora al problema generado por el Derecho injusto. Pensamos que debe terminarse con la pretensión de legitimidad “insólitamente elevada” (Habermas, 1988) del Estado de derecho, por la cual la ley debe obedecerse por el sólo hecho de emanar del poder estatal. Los ciudadanos han de tomar conciencia en que la Constitución ha de justificarse en virtud de principios metajurídicos, es decir, principios cuya validez no puede depender de que el derecho positivo coincida con ella o no. Principios dignos de reconocimiento a cuya luz pueda distinguirse claramente la legalidad de la legitimidad y que, por ello, se pueda justificar como legítimo lo que es legal, o pueda advertirse que muchas veces, lo legal es ilegítimo. Esos principios legitimadores, valiosos en sí mismos, merecen reconocimiento y son contra mayoritarios, son los derechos fundamentales, la seguridad jurídica, la soberanía popular, la igualdad ante la ley, la libertad, el orden, la justicia, entre otros. Cuando esos principios resulten violados, la desobediencia civil debe ser un recurso siempre a mano para los ciudadanos de a pie, y pertenece al patrimonio irrenunciable de toda cultura política madura.

Pero, además, el ciudadano común debe recobrar el lugar importantísimo que le corresponde en el escenario social. La clave de esta vuelta a la política de las personas comunes tiene un solo nombre: Participación. Debe lograrse que los ciudadanos participen activamente en la toma de decisiones, porque ello permitirá que los individuos redescubran la importancia de la política y la trascendencia del papel que cumplen en la construcción del tejido sobre el cual se asienta la comunidad. Cada vez que se pueda, hay que procurar la utilización de formas o medios que permitan la utilización de la democracia directa (por ej., celebrar referéndums), pues ella realmente expresa las necesidades de la gente.

La invocación al recurso de la desobediencia civil, empero, no es una invocación a la anarquía. Debe adoptarse el hábito cultural de obedecer las leyes, las normas que componen el sistema jurídico. ¿Por qué razón se incumple la ley? Una primera respuesta tiene que ver con el grado de injusticia que presenta la norma. Allí existe, sin duda una justificación para la desobediencia. Sin embargo, en la región es cada vez más frecuente el incumplimiento de todo tipo de normativas. En cada ocasión que se presenta, se trata de incumplir la ley y con ello menospreciar, en definitiva, al orden jurídico vigente. Aquí tiene mucho que ver, indudablemente, el mal ejemplo de nuestros dirigentes, con lo cual se torna más que evidente que San Agustín de Hipona (2019) estaba en lo cierto, cuando enseñaba que “la corrupción de los mejores es la peor”. El desapego por vivir según las normas se difunde desde la cabeza hacia la sociedad toda, y entonces es muy difícil reparar el tremendo daño que esa actitud provoca. Al respecto, no deja de ser paradigmática la afirmación insólita de uno de nuestros “líderes” sudamericanos. Nos referimos al expresidente de Bolivia, Evo Morales, (lostiempos.com, 2017), que dijo:

Por encima de lo jurídico está lo político (…) Cuando algún jurista me dice: Evo, te estás equivocando jurídicamente, eso que estás haciendo es ilegal, bueno, yo le meto por más que sea ilegal. Después les digo a los abogados: si es ilegal, legalicen ustedes, ¿para qué han estudiado? (p. 5).

Obviamente, el Derecho no es como una plastilina, o como un gas amorfo, que se adapta al contenido de cualquier recipiente. Y ello porque un sistema jurídico no se compone tan sólo de normas, sino que podemos encontrar en él la presencia de valores, principios, tradición de cultura.

Moderna noción de derecho subjetivo

Por último, se debe hacer una breve referencia a la moderna noción de derecho subjetivo. Ello también resulta importante a la hora de reflexionar acerca de los problemas por los que atraviesa la ciencia jurídica. Se tratara de resumir en qué consiste la concepción clásica del Derecho y la justicia.

El mundo de la sociabilidad humana es un todo en donde se insertan cosas y personas y del cual es posible descubrir cuál es la parte justa de ese todo que le corresponde a cada uno, denominando precisamente a esa parte justa el “ius”, su derecho, “lo suyo de cada cual”.

Lamentablemente se ha olvidado completamente a esa forma de concebir al Derecho, procediéndose ahora a calificar a la justicia como el comportamiento según el cual se “le reconoce a cada uno su derecho subjetivo”. Pero, como advierte con absoluta solvencia Hervada (1981), esta nueva concepción cambia completamente la definición de justicia, en la cual “su derecho” equivalía a “la cosa suya”.

A juicio del autor, el cambio de definición no es inocente. Si, por ejemplo, se reconoce a todo hombre el derecho a alimentarse, eso querrá decir (de acuerdo con la hipotética noción de justicia como dar a cada uno su derecho subjetivo) “que se es justo con todos, cuando a todos se reconoce la facultad de adquirir los alimentos. Se les reconoce la facultad, pero no se les da los alimentos” (Hervada, 1981, p. 43).

En cambio, según la noción propia y estricta de justicia, como se da que el derecho o ius de cada uno es una cosa, afirmar de todos los derechos a los alimentos es reconocer que todos tienen como suya una parte alícuota de los alimentos producidos en el mundo, de forma que si uno pasa hambre mientras otro está sobrealimentado, con el hambriento se comete injusticia: Los alimentos están, en este caso, no sólo mal repartidos, sino injustamente distribuidos. La confusión del ius o derecho objeto de la justicia con el derecho subjetivo tiene consecuencias importantes, especialmente en la teoría de los derechos fundamentales, como ya se ha expuesto anteriormente, en donde nos hemos acostumbrado a hacer de ellos algo meramente declamativo o programático, pero sin ningún tipo de valor real alguno.

En realidad, el error de los que creen que la noción de derecho se resume en la de derecho subjetivo, se origina en última instancia, en una equivocada manera de entender lo jurídico. Lo justo, el ius, la cosa justa, es anterior a la virtud de la justicia. El derecho le es debido a alguna persona debido a un título que esta posee. Porque tiene ese título, es justo que le reconozcamos su derecho. La justicia, por ende, es un acto segundo. En todo caso, la facultad moral de exigir algo (derecho subjetivo) existe, porque hay un título previo:

El ius. En otras palabras: Porque tengo derecho a poseer esta cosa (gracias a un título, por ejemplo, una compraventa o una donación) es justo que me reconozcan como dueño de esta cosa. “Porque es ius es justo, no al revés. No es posible derivar ius de iustum: La justicia es subsiguiente al derecho, no al contrario” (Hervada, 1981, p. 43).

Las posturas que consideran al derecho subjetivo como algo puramente declamatorio, como si la realidad se transformara con el sólo dictado de la ley, son puramente mágicas. Los parlamentos modernos son propensos a este tipo de situaciones, que manifiestan un increíble desajuste con el derecho real, de todos los días, el que vive cotidianamente el jurista y el ciudadano común. Tomando como un ejemplo lo que sucede en Argentina: Pensar que la tasa de accidentes de tránsito va a disminuir porque una ley disponga prohibir el consumo de alcohol en los bares, estaciones de servicio y restaurantes existentes a la vera de las rutas es al menos poco serio: Basta que un individuo propenso a consumir alcohol ingrese a cualquier pueblo e ingiera lo que le plazca, para que vuelva a circular peligrosamente por los caminos.

Pero el legislador se contenta con ese ejercicio declamativo en el que se ha transformado la producción de normas jurídicas: “Gobernados, a quedarse tranquilos. El legislador vela por usted. No ocurrirán más accidentes porque hemos prohibido el consumo de alcohol en los comercios que estén ubicados en las rutas”.

Ahora, el resultado no es solamente el que el Derecho posea simplemente una eficacia simbólica, al cual ya se ha aludido, sino otro más preocupante: el denominado síndrome normativo. Se cree que un problema social o político se enfrenta únicamente con la expedición de normas jurídicas de todas las clases y en todos los niveles. Como explica el prestigioso especialista colombiano Bernal Botero (2003), nos encontramos entonces con el fenómeno conocido como “estanflación jurídica” (p. 19). Como sabemos, en teoría económica la estanflación es una combinación de recesión, desempleo e inflación.

Pero si trasladamos el concepto a la realidad jurídica, vemos que aquí se presenta una inflación normativa (exceso de regulación), lo cual provoca una devaluación del verdadero valor de la norma. Y eso produce, inevitablemente, una ineficacia del derecho: Un estado en crisis y deslegitimado. En suma, eso conlleva a una recesión jurídica.

Este problema, sin embargo, no es nuevo. Ya Isócrates (Areopag, 147d) considera a la multiplicación de las leyes como un signo de decadencia de los Estados, Platón, advierte –refiriéndose a los signos externos de la decadencia política–, el número de leyes que “crecía con extraordinaria rapidez” (VII, 325e) y Tácito se anima a sentenciar: “Corruptisima republica plurimae leges” (An. III, 27), lo que demuestra que el pensamiento clásico observaba con gran desconfianza lo que ahora se llama “síndrome normativo”.

Obviamente, la devaluación permanente del Derecho tiene perniciosas consecuencias. Porque es el sistema jurídico el que está cada vez más alejado de las necesidades del hombre común, al que no le interesa tanto la declamación de cuál es el derecho humano de tercera o cuarta generación que se acaba de inventar. Un ciudadano que las más de las veces advierte que muchas de las normas dictadas por los funcionarios se crean para no ser cumplidas. Un individuo que simplemente, anhela contar con un orden normativo sencillo, adecuado a la realidad y que sea aplicado con un criterio de justicia.

Conclusiones

En fin, la devaluación de la ley se produce, a juicio propio, por dos motivos concurrentes. El primero tiene origen en Rousseau, con su concepción de que no pueden existir leyes injustas, ya que nadie puede ser injusto consigo mismo. Esta idea, que Rousseau (1772) trae de Hobbes, se entiende a partir del concepto de “voluntad general” que utiliza una y otra vez. Ella resulta infalible, porque el criterio de la mayoría se identifica con la verdad, a punto tal que, si una posición distinta a la mía triunfa en la Asamblea, no cabe más que darme cuenta de que yo estaba equivocado, puesto que no voté de acuerdo con el criterio mayoritario.

Pero como esa “voluntad general” surge de un órgano perteneciente al Estado, entonces el Derecho se identifica con el Estado. La consecuencia es funesta: El Estado no sólo nunca se equivoca, sino que jamás comete una injusticia. El segundo motivo tiene que ver con la pérdida de racionalidad de la ley. En realidad, se debería decir:

La vinculación del legislador a la ley es posible sólo en tanto que la ley es una norma con ciertas propiedades: rectitud, razonabilidad, justicia. Ley no es la voluntad de uno o de muchos hombres, sino una cosa general-racional; no voluntas, sino ratio (Schmitt, 2011, p. 198).

La ley ha de ser la expresión de la máxima racionalidad en el Estado de Derecho, lo cual ya había sido advertido ni más ni menos que por Santo Tomás de Aquino (trad. 2012), cuando la definía de este modo: orden de la razón dirigida hacia el bien común y promulgada por quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad. Aquí también, como puede verse, ya en la Edad Media se precisaba ese carácter de racionalidad, imprescindible, que debía tener una ley. Y con anterioridad, San Isidoro de Sevilla (2009), al enumerar las condiciones que debía poseer una ley, sostenía que ella debía ser honesta, justa, posible, de acuerdo con la naturaleza, en consonancia con las costumbres de la patria, necesaria, útil, clara, no dictada para beneficio particular sino en provecho del bien común de la sociedad.

Tanto Santo Tomás como San Isidoro no eran juristas. Pero ello no les impedía dar cuenta de la racionalidad y la justicia que debía poseer toda ley. ¡Cuantos conflictos nos ahorraríamos si estas características, o condiciones que deben tener las normas jurídicas, respetaran mínimamente esos rasgos!

Quedan expuestas pues, en prieta síntesis, las causas de la crisis del Derecho. Apremia entonces que, en esta época de extraños morales, la investigación jurídica recorra esos caminos para contribuir a enaltecer el noble arte del estudio y la meditación acerca de la Justicia.

Referencias

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Jorge Guillermo Portela es Doctor en Ciencias Jurídicas de la Pontificia Universidad Católica “Santa María de los Buenos Aires” (Argentina). Abogado de la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Profesor Titular Ordinario Pontificia Universidad Católica de Buenos Aires (Argentina). https://orcid.org/0000-0002-0995-165X


1 Aquí también podemos extraer importantes lecciones para la abogacía en particular y el Derecho en general, puesto que si mencionamos a la prudencia no debemos omitir en modo alguno a la docilitas. El término alude más bien a esa disciplina que se enfrenta con la polifacética realidad de las situaciones y cosas que brinda la experiencia, renunciando a la absurda autarquía de un saber de ficción. En efecto, la indisciplina y la manía de llevar siempre la razón son, en el fondo, modos de oponerse a la verdad de las cosas reales; ambos descansan en la imposibilidad de obligar al sujeto, dominado por sus “intereses”, a mantener ese silencio que es incanjeable requisito de toda aprehensión de la realidad (Pieper, 1974, p. 47)